«LOS DESAPARECIDOS», un cuento de Sergio Pineda

«LOS DESAPARECIDOS», un cuento de Sergio Pineda

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Las políticas de barrio siempre han sido un dolor de cabeza para alguien que, como yo, vive en algún tipo de organización residencial, llámese comuna, conjunto, vecindad, corral, como quieran llamarlo. El libre albedrío, cohibido ya por las constituciones y códigos de policía, se ve frustrado pues ya no podemos tener gato, perro, niño menor de 5 años (a pesar de que todo niño paga, según el señor del bus), instrumento musical o borrachera con sexo casual. Nuestras libertades se consumen en hojas de papel y vecinas aburridas que se atribuyen el rol de líderes comunitarios, voceros del shhh por la ventana. Esto es algo ya a lo que la gente de barrio está acostumbrada, pero hubo un día que las normas se tiñeron con el color de las banderas arbitrarias de la exclusión.

En esa época mi madre adoraba comprar plantas. Nunca tuvo la ridícula pero muy productiva costumbre de hablarle a las plantas, pero sí consiguió tener varios ejemplares en nuestro apartamento. Tenía florecitas, plantas diminutas, helechos, sábila colgada del techo, cactus, lechuga y algunos bonsái que se morían al cortarles las raíces. Una de esas plantas, era un arbolito de medio metro de altura de tronco seco, casi escamoso, que crecía por pisos muy diferenciados, uno cada año. Era una planta parecida a una araucaria chilena pero mucho más pequeña y cuyas ramitas se bifurcaban en algo que parecían gusanitos peludos y verdes. Era una costumbre de mi infancia esperar a que a final de año se cayera el primer piso de ramas y jugar con ellas, deshojarlas desprendiendo los pelitos de ese gusano que crecía en mi sala; así, cada año uno nuevo nacía y otro se quedaba en el camino. Una planta tan hermosa no se veía nunca por la calle ni en todo el barrio y la gente nos conocía por nuestro árbol.

A medida que pasaron los años, la plantita fue creciendo, añadiendo y removiendo pisos a su torre de gusanos. Era una catedral en construcción, la sagrada familia del reino vegetal crecía en mi sala. Un día el arbolito y yo alcanzamos la misma estatura, yo era un púber que alcanzó su estatura adulta muy temprano y la planta era un ser sin tiempo cuyas ramas acariciaban las paredes de su rinconcito. Ese día nos tomaron una foto juntos y mi madre aún la guarda en su armario.

Como buen edificio de barrio popular, la planta no sabía hasta qué punto añadir pisos a su torre, así que tuvimos que sacarla al corredor del edificio pues sus brazos nos arañaban al pasar por la sala. Allí pasó unos años más hasta el día del comunicado oficial.

La administración de nuestro conjunto residencial emitió ese día una carta que los celadores pasaron diligentemente debajo de la puerta de todos los vecinos a la medianoche de un domingo. El lunes en la mañana todos los padres de familia encontraron en el suelo de la entrada, justo antes de salir a trabajar, un anuncio donde se expresaba que a partir del mes siguiente estaría rotundamente prohibido el uso de los corredores comunales para instalar las materas de las plantas, especialmente las grandes. Obviamente, nadie le hizo caso al comunicado porque ya antes también se había prohibido ligera y rotundamente el uso del espacio comunal para beber, fumar, encadenar las bicicletas, hablar, escuchar música, prender las velitas del siete de diciembre, bailar merequetengue y muchas otras cosas, así que todos conservamos las plantitas en nuestras puertas y éramos felices esquivándolas al caminar.

Al cabo del mes anunciado en el comunicado, llegó una nueva carta bajo las puertas de los vecinos. Esta vez, se anunciaba que todas las plantas que estuvieran en los corredores serían removidas por la fuerza, sin discriminación de peso, color, belleza, olor, factores polinizantes, ni religión, a los 7 días de emitido este segundo comunicado. Las vecinas, incluso la señora que hacía shhh por la ventana, se alarmaron y guardaron sus plantas. Todos corrieron a guardar las pequeñas, las que aún cabían en la sala. Todos menos nosotros. Nuestra sagrada familia era muy alta para traerla dentro y bajarla de un edificio sin ascensor costaría mucha energía, por lo que decidimos dejarla donde estaba.

El día de la remoción de plantas llegó y el procedimiento se realizó con la cautela que debe tomarse para cualquier desaparición forzosa. En el horario menos congestionado, es decir en las horas laborales, pleno medio día y noticiero anunciando balacera en el barrio de al lado, los agentes de la administración, es decir, los celadores de nuevo, se pusieron guantes de trabajo y se echaron las materas al hombro. Las plantas fueron removidas una por una por los dos celadores del conjunto residencial que al final del día se ganaron una canasta de cerveza enviada a sus domicilios durante la mañana siguiente para que ningún vecino lo notara. Como no estuvimos allí durante la hora del secuestro, no conocimos los detalles de cómo fue removida nuestra planta de su lugar y trasladada escaleras abajo.

Al llegar de estudiar, caminé por los corredores pensando en cualquier tema quinceañero de la época, sin fijarme en mi alrededor. Al llegar a mi puerta, noté que no había tenido que inclinarme, agacharme o caminar de lado para evitar las ramas de la planta. Me giré y vi el espacio vacío, la mancha circular sobre la baldosa sin encerar luego de años de reposo de la planta sobre esa pequeña porción de espacio. En mi ignorancia, que en la época era más importaculismo, entré al apartamento pensando que tal vez mis padres habían decidido quitar la planta de allí y llevarla a otro lugar en el que no hiciera tanto estorbo.

En la noche el llanto de mis padres y de los vecinos por sus plantas desaparecidas fue ensordecedor. Se oía en el eco de nuestro edificio comunal cómo las mujeres lloraban a sus adoradas Marianas, hijas inspiradas en el cantante. Se oían niños lamentando la partida de los cactus a los que nunca más les clavarían animalitos en las espinas. Yo solo observaba por la ventana, esperando a que alguien saliera buscando sus plantas conducido por el dolor de la pérdida. Nadie se asomaba pues la pérdida se asentaba en nuestras salas más rápido que el café en las olletas. En ese momento aprendí que en este país inventado, las estrategias de secuestro y privación siempre han sido más eficientes que la gestión de recursos públicos.

El velo estático que se levantaba sobre el edificio se estremeció cuando, en la ventana frente a la mía, una niñita se asomaba con una pequeña flor sembrada en una maceta con forma de tortuga entre las manos. Llevaba ojeras de las que se consiguen de llorar, pues a esa edad el insomnio aún no es el mejor amigo de la medianoche. Con una mano abrió la ventana y con la otra puso la matera sobre el alféizar. Luego se dio la vuelta y se perdió entre las cortinas que se balanceaban detrás de la flor. Me quedé mirando la florecita, era amarilla y tenía 5 pétalos, parecía faltarle uno pero había mucha miopía de por medio para saberlo con seguridad. Minutos después, la niña volvió con su madre, quien abrió las cortinas y sonrió orgullosa de la tarea de su hija. Supe que la madre le pedía a su pequeña rebelde que esperara, así que la niña se quedó sola de nuevo en la ventana. Desde el marco blanco, la niña alzó la mirada y me saludó con la mano. Le devolví el saludo, algo avergonzado por mi intrusión silenciosa. Segundos después la madre regresó, esta vez con una planta pequeña entre sus manos. Movió la flor hacia el centro del alféizar y puso su planta junto a ella.

La madre alzó la mirada y también me vio. Desde la distancia, gritó y me dijo que también pusiera una planta en mi ventana. Sin saber cuál poner, me giré sin irme de la ventana y le grité a mi madre pidiéndole que viniera. Ella vino, le pedí una planta para ponerla como la vecina del frente y así lo hizo. Con los gritos, los vecinos se asomaron a chismosear y se dieron cuenta de lo que hacíamos. Minutos después todas las ventanas se poblaron de plantas pequeñas y algunas enredaderas; los alféizares se habían convertido en museos vegetales. Todos reían entre las lágrimas de las plantas desaparecidas. No había ni una sola ventana vacía y cada apartamento reunía una familia en una de ellas. Aplaudimos durante varios minutos, admirando y saludando a todas las plantas del edificio. Luego de un rato nos despedimos y nos fuimos a dormir contentos y con el vacío de la desaparición poblado por la unión comunal.

A la mañana siguiente sentí que debía al menos intentar recuperar información acerca del paradero de nuestra planta. Escribí una carta formal por primera vez en mi vida, la frase inicial era una típica: “Señores administradores, con la presente solicito formalmente información acerca del paradero de mi planta, un espécimen parecido a una araucaria perteneciente al apartamento número…”. La imprimí en el computador, la firmé con mi recién inventada marca personal y la dejé en la oficina de la administración. Días después recibí la confirmación de que las plantas grandes serían plantadas en los jardines del conjunto residencial, una noticia que no tardé en esparcir por el edificio y así el júbilo regresó a la comunidad. Esta vez no tendríamos plantas en los corredores pero sí podríamos verlas crecer afuera, donde debían estar. Sabíamos que nuestros administradores, pagos de nuestro bolsillo, no podían ser tan fríos y desalmados para que las plantas desaparecieran para siempre, las veríamos de nuevo con nosotros y en un mejor trabajo.

Semanas después vimos llegar al equipo de jardineros —un rato después nos percatamos que eran en realidad los mismos celadores que realizaron el secuestro pero en overol—. De una bodega del edificio empezaron a sacar las plantas, ya amarillas por la falta de luz, y las sembraron en el patio. Una montaña de materas vacías se formó a la entrada del edificio, pero los vecinos no cabían en júbilo al ver el regreso de sus amados siendo asignados a lo que siempre habían querido ser, plantas de suelo. Planta tras planta fueron llenando el suelo frente al edificio. Unas horas después, nuestro árbol aún no era plantado. Los demás vecinos nos miraban y nos llamaban a preguntar si sabíamos algo, pero solo podíamos emitir silencio. Llegaban mensajes de calma, nos alentaban a tener paciencia, ya aparecería. Imaginábamos ir a cuidarlo todos los días, verlo crecer con su espíritu austral y algún día recostarnos a leer en su tronco.

Al final del día, nuestra planta no apareció. Se perdió entre trámites, accidentes administrativos y asuntos vegetales. Uno de los celadores nos dijo en secreto que la planta, al ser retirada del edificio se había marchitado y no habían podido recuperarla; el otro decía que había sido vendida a un ricachón dos barrios más al norte; cuando estaban juntos y borrachos, decían que uno de los administradores se la había quedado para su finca en Anapoima. Las versiones eran tantas que la verdad se desdibujaba entre cartas, grabaciones y borracheras. Todos tenían una planta para cuidar, algo para ver crecer e incluso adornar en navidad. Nosotros teníamos las plantitas en el alféizar, no estábamos completamente solos, pero a diario llorábamos mientras nuestra mirada se perdía en el rastro circular en la baldosa de la entrada de nuestra desaparecida, llorábamos en silencio por los gusanitos verdes, el tronco sin lápida ni bendición.

Fuente: revista Literariedad.co

Sergio Pineda. Ingeniero biomédico de profesión, ciudadano del mundo en formación.

 

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