LOS SEDIENTOS Y EL AMA, DOS POEMAS CLÁSICOS
Los sedientos
José María Gabriel y Galán
Vagando va por el erial ingrato,
detrás de veinte cabras,
la desgarrada muchachuela virgen,
una broncínea enflaquecida estatua.
Tiene apretadas las morenas carnes,
tiene ceñuda y soñolienta el alma,
cerrado y sordo el corazón de piedra,
secos los labios, dura la mirada…
Sin verla ni sentirla
la estéril vida arrastra
encima de unas tierras siempre grises,
debajo de unas nubes siempre pardas.
Come pan negro, enmohecido y duro,
bebe en los charcos pestilentes aguas,
se alberga en un cubil, viste guiñapos,
y se acuesta en un lecho de retamas.
No sueña cuando duerme,
no piensa cuando vela desvelada;
si sufre, nunca llora;
si goza, nunca canta,
y vive sin terrores ni deleites,
que no la dicen nada
ni los fragores de las noches negras,
ni los silencios de las noches diáfanas,
ni el rebullir del convecino sapo,
ni los aullidos de la loba flaca
que yerra sola venteando carne
de chivos y de cabras.
Nunca sintió las alboradas tristes,
nunca sintió las bellas alboradas,
ni el ascender solemne de los días
ni la caída de las tardes mansas,
ni el canto de los pájaros,
ni el ruido de las aguas,
ni las nostalgia del rumor del mundo,
ni los silencios que el erial encalman.
Su padre fue el pecado,
su madre, la desgracia,
y otra pareja infame
de carne estéril y de infames almas,
la robó de la cuna de los huérfanos
con hórrida codicia calculada.
El mirar de sus ojos ofendidos
por el erial resbala
como el osado pensamiento humano
que osa escrutar los reinos de la nada.
Ciegos los ojos, sordos los oídos,
la lengua muda y soñolienta el alma,
vagando va por el erial escueto
detrás de veinte cabras
que las tristezas del silencio ahondan
con la música opaca
del repicar de sus pezuñas grises
sobre grises fragmentos de pizarras…
EL AMA
de José María Gabriel y Galán
Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta, y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijas de mi hidalga tierra.
Y fui como mi padre, y fue mi esposa
viviente imagen de la madre muerta.
¡Un milagro de Dios, que ver me hizo
otra mujer como la santa aquella!
Compartían mis únicos amores la amante compañera,
la patria idolatrada, la casa solariega, con la heredada historia,
con la heredada hacienda. ¡Qué buena era la esposa y qué feraz mi tierra!
¡Qué alegre era mi casa y qué sana mi hacienda, y con qué solidez estaba unida
la tradición de la honradez a ellas!
Una sencilla labradora, humilde, hija de oscura castellana aldea; una mujer trabajadora, honrada,
cristiana, amable, cariñosa y seria, trocó mi casa en adorable idilio que no pudo soñar ningún poeta
¡Oh, cómo se suaviza el penoso trajín de las faenas
cuando hay amor en casa y con él mucho pan se amasa en ella
para los pobres que a su sombra viven, para los pobres que por ella bregan!
¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo, y cuánto por la casa se interesan,
y cómo ellos la cuidan, y cómo Dios la aumenta!
Todo lo pudo la mujer cristiana, logrolo todo la mujer discreta.
La vida en la alquería giraba en torno de ella
pacífica y amable, monótona y serena…
¡Y cómo la alegría y el trabajo donde está la virtud se compenetran!
Lavando en el regato cristalino cantaban las mozuelas,
y cantaba en los valles el vaquero, y cantaban los mozos en las tierras,
y el aguador camino de la fuente, y el cabrerillo en la pelada cuesta…
¡Y yo también cantaba, que ella y el campo hiciéronme poeta!
Cantaba el equilibrio de aquel alma serena como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra; y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas, los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias, los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas…
El alma se empapaba en la solemne clásica grandeza que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.
¡Qué placido el ambiente, qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía por sobre el haz de la llanura inmensa!
La brisa de la tarde meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado, los guindos de la vega, las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja…
¡Monorrítmica música del llano, qué grato tu sonar, qué dulce era!
La gaita del pastor en la colina lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras, cargadas de monótonas tristezas, y dentro del sentido
caían las cadencias como doradas gotas de dulce miel que del panal fluyeran.
La vida era solemne; puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas; mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres, raigadas las creencias, sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.
¡Qué deseos el alma tenía de ser buena, y cómo se llenaba de ternura
cuando Dios le decía que lo era!
II
Pero bien se conoce
que ya no vive ella;
el corazón, la vida de la casa
que alegraba el trajín de las tareas,
la mano bienhechora
que con las sales de enseñanzas buenas
amasó tanto pan para los pobres
que regaban, sudando, nuestra hacienda.
¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!
Ya no alegran los mozos la besana
con las dulces tonadas de la tierra
que al paso perezoso de las yuntas
ajustaban sus lánguidas cadencias.
Mudos de casa salen,
mudos pasan el día en sus faenas,
tristes y mudos vuelven
y sin decirse una palabra cenan;
que está el aire de casa
cargado de tristeza,
y palabras y ruidos importunan
la rumia sosegada de las penas.
Y rezamos, reunidos, el Rosario.
sin decirnos por quién…, pero es por ella.
Que aunque ya no su voz a orar nos llama,
su recuerdo querido nos congrega,
y nos pone el Rosario entre los dedos
y las santas plegarias en la lengua.
¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!
Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!
¡Qué compasión me tienen mis criados
que ayer me vieron con el alma llena
de alegrías sin fin que rebosaban
y suyas también eran!
Hasta el hosco pastor de mis ganados,
que ha medido la hondura de mi pena,
si llego a su majada
baja los ojos y ni hablar quisiera;
y dice al despedirme: «Ánimo, amo;
«haiga» mucho valor y «haiga pacencia…»
Y le tiembla la voz cuando lo dice,
y se enjuga una lágrima sincera,
que en la manga de la áspera zamarra
temblando se le queda…
¡Me ahogan estas cosas,
me matan de dolor estas escenas!
¡Que me anime, pretende, y él no sabe
que de su choza en la techumbre negra
le he visto yo escondida
la dulce gaita aquella
que cargaba el sentido de dulzura
y llenaba los aires de cadencias!…
¿Por qué ya no la toca?
¿Por qué los campos su tañer no alegra?
Y el atrevido vaquerillo sano,
que amaba a una mozuela
de aquellas que trajinan en la casa,
¿por qué no ha vuelto a verla?
¿Por qué no canta en los tranquilos valles?
¿Por qué no silba con la misma fuerza?
¿Por qué no quiere restallar la honda?
¿Por qué esta muda la habladora lengua,
que al amo le contaba sus sentires
cuando el amo le daba su licencia?
«¡El ama era una santa!…»,
me dicen todos, cuando me hablan de ella.
«¡Santa, santa!», me ha dicho
el viejo señor cura de la aldea,
aquel que le pedía
las limosnas secretas
que de tantos hogares ahuyentaban
las hambres y los fríos y las penas.
¡Por eso los mendigos
que llegan a mi puerta
llorando se descubren
y un padrenuestro por el «ama» rezan!
El velo del dolor me ha oscurecido
la luz de la belleza.
Ya no saben hundirse mis pupilas
en la visión serena
de los espacios hondos,
puros y azules, de extensión inmensa.
Ya no sé traducir la poesía,
ni del alma en la médula me entra
la inmensa melodía del silencio,
que en la llanura quieta
parece que descansa,
parece que se acuesta.
Será puro el ambiente, como antes,
y la atmósfera azul será serena,
y la brisa amorosa
moverá con sus alas la alameda,
los zarzales floridos,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja…
Y mugirán los tristes becerrillos,
lamentando el destete, en la pradera,
y la de alegres recentales dulces
tropa gentil escalará la cuesta
balando plañideros
al pie de las dulcísimas ovejas;
y cantará en el monte la abubilla,
y en los aires la alondra mañanera
seguirá derritiéndose en gorjeos,
musical filigrana de su lengua…
Y la vida solemne de los mundos
seguirá su carrera
monótona, inmutable,
magnífica, serena…
Mas ¿qué me importa todo,
si el vivir de los mundos no me alegra,
ni el ambiente me baña en bienestares,
ni las brisas a música me suenan,
ni el cantar de los pájaros del monte
estimula mi lengua,
ni me mueve a ambición la perspectiva
de la abundante próxima cosecha,
ni el vigor de mis bueyes me envanece,
ni el paso del caballo me recrea,
ni me embriaga el olor de las majadas,
ni con vértigos dulces me deleitan
el perfume del heno que madura
y el perfume del trigo que se encera?
Resbala sobre mí sin agitarme
la dulce poesía en que se impregnan
la llanura sin fin, toda quietudes,
y el magnífico cielo, todo estrellas,
y ya mover no pueden
mi alma de poeta,
ni las de mayo auroras nacarinas
con húmedos vapores en las vegas,
con cánticos de alondra y con efluvios
de rociadas frescas,
ni éstos de otoño atardeceres dulces
de manso resbalar, pura tristeza
de la luz que se muere
y el paisaje borroso que se queja…
ni las noches románticas de julio,
magníficas, espléndidas,
cargadas de silencios rumorosos
y de sanos perfumes de las eras;
noches para el amor, para la rumia
de las grandes ideas,
que a la cumbre al llegar de las alturas
se hermanan y se besan…
¡Cómo tendré yo el alma,
que resbala sobre ella
la dulce poesía de mis campos
como el agua resbala por la piedra!
Vuestra paz era imagen de mi vida,
¡oh campos de mi tierra!
Pero la vida se me puso triste
y su imagen de ahora ya no es ésa:
en mi casa, es el frío de mi alcoba,
es el llanto vertido en sus tinieblas;
en el campo, es el árido camino
del barbecho sin fin que amarillea.
Pero yo ya sé hablar como mi madre
y digo como ella
cuando la vida se le puso triste:
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»
José María Gabriel y Galán (Frades de la Sierra, Salamanca, 28 de junio de 1870-Guijo de Granadilla, Cáceres, 6 de enero de 1905) fue un poeta español que desarrolló su obra en castellano y en dialecto extremeño. Pasa su infancia en su villa natal asistiendo a su escuela, y a los quince años se traslada a Salamanca para cursar los tres primeros años de Magisterio en la Escuela Normal, datando de esa época sus primeros versos. El cuarto curso (1888-1889) lo realiza en la Escuela Normal Central de Madrid, ciudad que le produce rechazo (la tilda en algunas cartas de Modernópolis). Obtenido el título de maestro en grado superior, con diecinueve años. Su estado de ánimo es bajo (firma las cartas a sus amigos como El Solitario) definiéndose como un hombre de carácter melancólico, sensible y de profundas convicciones religiosas (recibidas de su madre), que ya se perciben en sus poemas. El 31 de diciembre de 1904 al finalizar una jornada supervisando las labores del campo comenzó a encontrarse mal y, transcurrida una semana, el 6 de enero de 1905 falleció probablemente a consecuencia de una apendicitis aguda.11 El profundo arraigo del poeta en la población de su comarca se manifiesta en los testimonios de quienes presenciaron el duelo: «Pobres y ricos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, todos, absolutamente todos, acudieron presurosos a la casa mortuoria para orar ante el cadáver por el eterno descanso de su alma y besar sus pies y manos. Las mujeres llorosas y los hombres entristecidos fueron besando los queridos restos».
En el momento de su muerte, en plena juventud y gloria, era uno de los poetas más leídos de España. Unamuno, en la primera evocación tras el óbito, dijo de su legado: «No ha pasado Galán por la tierra como callada sombra; deja cantos de consuelo para los pobres soñadores del sueño de la vida. En estos cantos nos queda el alma de su alma. Se la dio su pueblo y a su pueblo vuelve».
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